Uno es el estado que están viendo desde los altos podios donde les gusta plantarse, personajes como Diego Sinhue Rodríguez y Carlos Zamarripa. Otro el que ven sus gobernados.
Según los informes, los mensajes publicitarios, los equipos de prensa gubernamentales, Guanajuato es un lugar de ensueño apenas opacado por dos o tres incidentes menores que no les merecen mucha atención.
Foto: Juan José Plascencia
Aquí la criminalidad disminuye, aseguran, salvo por ese pequeño inconveniente de los homocidios dolosos, forma técnica de llamar a las masacres inmisericordes, las ejecuciones cotidianas y las muertes colaterales de víctimas inocentes. Eso no los despeina ni les quita el sueño.
El síntoma es generalizado: los descendientes de los políticos que pretendían cambiar la faz del estado y las formas de gobernar, hoy se encuentran en fuga. El PAN no es más el partido que quería llevar la voz ciudadana a los espacios de decisión, hoy es más que nunca una clase dirigente a la defensa de privilegios y alejado de las penurias de sus gobernados.
Como en el gobierno estatal, en San Miguel de Allende otro gran protagonista de la era panista en Guanajuato y su asalto al escenario nacional, Luis Alberto Villarreal, ve como su alcaldía hace agua, en buena medida por su propia frivolidad, pero también por el asalto de una violencia descontrolada en la que asoman todas las contradicciones del oropel que se ha querido construir sobre las desigualdades que oculta “la mejor ciudad para vivir”.
Doble tragedia en San Miguel de Allende: la violencia y la insensibilidad oficial. Foto: News San Miguel
La muerte de Magdalena, una mujer que caminaba con su pareja por el centro de la ciudad, tras un ataque premeditado contra un hombre que caminaba pasos adelante, quiso ser disfrazada como un incidente que “no afecta a los visitantes”, pretendiendo hacer pasar a la víctima como residente local.
Quizá lo peor de todo no sea que Guanajuato tenga un promedio de 10 asesinatos diarios, que sus calles sean un campo de batalla y que el crimen no respete ni hospitales ni iglesias. Lo peor es que sus autoridades nos quieran seguir dorando la píldora, haciendo creer que no pasa nada y que seguimos siendo la Atenas de por acá, como se burlaba Jorge Ibargüengoitia.
En ese intento de simulación, imposible por donde se le vea, no están solos, los gobernantes de Guanajuato cuentan con la complicidad de casi todos los medios de comunicación de Guanajuato, que publican los asesinatos de uno en uno, en las páginas rojas de sus ediciones en papel, electrónicas y digitales, sin sacar conclusiones, solo para vender, porque “los muertos venden”, pero sin hacerse cargo de lo que eso significa para la sociedad que lo padece.
Cuentan también con la complicidad de los partidos políticos de la entidad, al borde de la desaparición e inmersos en la búsqueda de formas cada vez más ignominiosas de complacer al poder.
Recibo muchos mensajes de amigos de Celaya con quienes comparto mis columnas, en torno al tema de la inseguridad. La mayoría coincide en que la situación es verdaderamente insoportable y que difícilmente se puede hacer algo de forma organizada, porque la gente vive con miedo y sin un ápice de confianza a las autoridades.
Nos hemos acostumbrado a desacreditar a la política como la causante de todos los males. Los propios políticos contribuyen a ello cuando piden que las cosas, los temas o las reacciones a los temas “no se politicen”. En realidad, se refieren a que no se partidicen, lo que es completamente diferente.
En realidad, la
política como concepto de organización social bajo la fórmula de una
representación que conduce los esfuerzos de una comunidad, constituyó un avance
cultural: fue la sustitución del conflicto y de la guerra como única vía para
dirimir diferencias entre grupos humanos, llámense tribus, pueblos, razas o
naciones.
Cuando las diferencias en un conglomerado social hacen estallar la convivencia pacífica y nos regresan a la confrontación, lo que está fallando es la política, bien por insuficiencia de quienes formalmente ejercen la representación, bien por una crisis que evidencia el agotamiento de las fórmulas de consenso y la necesidad de replantear los acuerdos de coexistencia.
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