Desde que inició el proceso de capacitación para la reforma penal acusatoria en Guanajuato hubo voces que advirtieron de sus debilidades y que previeron la catástrofe que hoy estamos viviendo.
La aplicación y el compromiso con el cambio fue muy desigual. No fue la misma velocidad ni el mismo empeño el que pusieron los jueces y magistrados del Poder Judicial, que los agentes de del Ministerio Público y los funcionarios de la entonces Procuraduría de Justicia del Estado, ya a cargo de Carlos Zamarripa Aguirre.

Para empezar, la Dirección Jurídica de la PGJE estaba encargada a una funcionaria (sigue allí) cuyo mayor mérito no era su capacidad ni su carrera, sino su relación de parentesco con el procurador: Bernardina Elizabeth Durán Isaís, cuñada de Carlos Zamarripa.
Supervisada por esta funcionaria, que goza de un gran poder al interior de la dependencia, la capacitación en el nuevo sistema fue epidérmica y nunca logró la transformación que se deseaba. Ni agentes del Ministerio Público ni policías ministeriales evolucionaron como el nuevo modelo lo requería, pese a que se invirtieron decenas de millones en ello.
En casos emblemáticos ante la opinión pública, la PGJE y la hoy fiscalía siguen recurriendo a la “confesión” como la prueba reina y a la negociación para bajar penas y establecer mecanismo compensatorios a cambio de la declaración de culpabilidad.
Lo que en un principio era una prerrogativa del justiciable, acogerse a la opción de reparar el daño, se ha convertido en la herramienta por excelencia del Ministerio Público para evitar el largo y exhaustivo proceso de comprobar el delito, demostrarlo ante el juez y lograr penas más severas.
Los resultados están a la vista. Un mecanismo de persecución del delito que sigue sin saber investigar, que no respeta la cadena de custodia, que tiene un bajísimo porcentaje de consignaciones ante los juzgadores y menos sentencias obtenidas.
Sin embargo, la personalidad expansiva de Zamarripa su intención evidente de convertirse en un “Hoover” de por acá, su actitud hostil y prepotente, han logrado sus efectos. Su política personal avasalla al Poder Judicial, se le impuso al nuevo gobernador como solución a la problemática delictiva del estado, pese a los evidentes datos que confirman su fracaso ,y también logró controlar incipientes rebeliones en sectores de opinión como el de los organismos empresariales.
El poder de Zamarripa es tal que nadie discute siquiera su abierto nepotismo al colocar en un tercer nivel de la cadena de mando, pero que en los hechos se convierte en un poder alterno al suyo, a su cuñada. ¿Cuántos funcionarios públicos pueden darse ese lujo? Quizá solo Miguel Márquez en su mejor momento, que llenó la nómina del gobierno de familiares propios y de su esposa, pero no un secretario de gabinete.
Esa es la situación que hoy opera desfavorablemente para los jueces, quienes están siendo impelidos por la opinión pública a retener en prisión a acusados que el Ministerio Público no logra imputar con solvencia, pero cuya liberación acarreará polémicas, censuras y abiertas descalificaciones no a la Fiscalía, sino al Poder Judicial.
Tanto en el caso de los ladrones de un despacho de abogados en León como en el caso de los presuntos homicidas del joven capitalino Ludwin Coronado, ha sido el Poder Judicial el que se ha llevado las críticas y los reclamos, cuando más de la mitad de la responsabilidad está en la instancia investigadora.
El nuevo sistema penal acusatorio, que está recibiendo un duro embate de la opinión pública e incluso de los políticos (lo llaman garantista, lo acusan de los malos resultados, le achacan fenómenos como la liberación de detenidos) no está funcionando por que una o varias de las ruedas del vehículo no están trabajando.
El problema no es solo de Carlos Zamarripa, sino de una estructura política que se ha plegado a sus necesidades, que se ha vuelto cómplice de su ineficiencia y que ha doblado la ley y la razón política ante la fuerza.
Hoy, en Guanajuato no tenemos una Fiscalía autónoma, ya que las viejas estructuras de la procuraduría están intactas y ni siquiera han cambiado de nombre, menos de métodos. En realidad, lo que tenemos es un “hombre fuerte”, al mejor estilo de las sociedades poco evolucionadas del pasado.
No hay contrapesos en los otros dos poderes y prácticamente tampoco en la opinión pública, salvo un puñado de críticos desde la sociedad civil y el activismo de derechos humanos, que están sufriendo un persistente hostigamiento, muy probablemente pagado con recursos públicos.
Guanajuato no podrá presumir “grandeza” alguna por más que se registre crecimiento económico, si sus instituciones sufren un desbalance tan grande como el que se ha venido agudizando en los últimos años en uno de los aspectos más sensibles del gobierno: el aparato que dispensa la justicia.
Y sí, de verdad el rey va desnudo, aunque nadie lo quiera ver.