Aunque la vieja cultura política priista se vio gravemente ofendida por la concertación salinista de 1991, que desbancó de una elección ganada a Ramón Aguirre Velázquez y aupó a un sorprendido Carlos Medina a un interinato que alcanzó las dos terceras partes de un sexenio, el tiempo ha hecho su tarea y esas heridas están curadas.

El mayor bálsamo para esa evolución ha sido la debilidad de los priistas ante quien tiene poder.
Los próceres del tricolor en la última década han sido alegres compañeros de aventura de los gobernadores azules, quizá con la única excepción de Juan Ignacio Torres Landa, dos veces candidato y encendido liberal que buscó afanoso alianzas con el PRD, sin haberlas podido conseguir nunca.
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