Pagar con siete años de buenos sueldos y privilegios el desempeño de un “defensor del pueblo”, por parte de quien debía ser sujeto de su observación, suena inmoral y descarado pero, lamentablemente, muy factible.
En los últimos días ha crecido la versión en las antesalas de los Poderes Judicial y Legislativo sobre la inminente propuesta del gobernador Miguel Márquez Márquez para incluir al exprocurador de los Derechos Humanos en una terna de candidatos a magistrados a una Sala Civil del Supremo Tribunal de Justicia del estado.
Gustavo Rodríguez Junquera es un profesional del derecho y probablemente tiene los antecedentes y el perfil que se requieran para la tarea de juzgador. Sin embargo, lo más factible es que nada de eso sea la motivación de su candidatura.
A juzgar por lo que ha pasado en los últimos tiempos en la agenda de los derechos humanos en Guanajuato, lo que el exprocurador esté jugando es la carta de la “lealtad”, o bien podría llamarse también de la sumisión, del órgano que por eufemismo denominamos defensoría del pueblo, pero que en estricto sentido está convertida en una agencia burocrática que simula una imperfecta política pública de atención y defensa a los derechos humanos.
Rodríguez Junquera fue particularmente habilidoso en manejar un discurso jurídico que en el fondo solo escondía la firme decisión de nunca retar a los funcionarios de Guanajuato cuyas estructuras evidencian un nulo respeto por los derechos humanos.
Puntual en la rendición de informes que hacían extensas numeralias de acciones poco trascendentes, el procurador de los derechos humanos que contemporizó con Juan Manuel Oliva y con Miguel Márquez Márquez, siempre llegó tarde a los casos emblemáticos.
Así fue con las mujeres presas por abortar, o en la controversia por la reforma del artículo primero de la Constitución local, donde sus arquitecturas jurídicas solo envolvieron la indecisión de actuar y la firme determinación de no cuestionar a los responsables políticos del estado.
Así fue también con los desaparecidos en San Fernando, donde actúo con más diligencia la débil instancia dedicada a los migrantes del gobierno estatal, que el Ombudsman de Guanajuato.
Quizá uno de los casos donde más se significó el entonces procurador fue el de Vicente Palomo, un agricultor de San Felipe que fue torturado hasta la muerte por agentes ministeriales. No era para menos, Rodríguez Junquera tenía pocos meses en el cargo y las evidencias del crimen cometido por policías eran contundentes. Incluso la propia Procuraduría actuó con prontitud para consignar a los culpables.
La oportunidad fue aprovechada por Rodríguez Junquera para mostrar independencia y contundencia, pero es justo decir que la tortura sigue existiendo en Guanajuato de parte de cuerpos policiales, como lo muestra la existencia de por lo menos 105 quejas documentadas por la propia PDHEG en lo que va de este gobierno.
De una u otra manera, con reconocimientos de sus amigos y quejas de sus críticos, Gustavo Rodríguez cumplió su cometido y supongo que encontró satisfacción en hacerlo, además de que gozó de las prerrogativas del cargo y hasta se dio el lujo de incidir en la designación de su sucesor, por cierto con un perfil muy inferior al suyo propio.
Por eso, parece un absoluto exceso y un despropósito institucional que pudiera existir cualquier clase de compromiso entre el gobernador Miguel Márquez y el exfuncionario para propiciar su llegada por vía de las componendas políticas a una Sala del Supremo Tribunal de Justicia de Guanajuato.
La inclusión en la terna depende solo del Ejecutivo, mientras que la decisión de votar por uno de sus integrantes es de un Congreso que hasta ahora no ha mostrado más que sumisión al gobernador. Por eso no puede haber más que un responsable en caso de que el plan se concrete: Miguel Márquez.
Si eso ocurre, como lo indican todas las señales, el premio otorgado a Rodríguez Junquera podrá salvar su crisis laboral, pero degradará la función del Procurador de los Derechos Humanos de Guanajuato, al convertir una noble institución en un simple trampolín político, donde los méritos para la promoción se basan en cuidar a los poderosos a costa de los derechos de los ciudadanos.
Con mucha pretensión y no poca ignorancia, legos y especialistas solemos llamar al burócrata encumbrado en la procuraduría de derechos humanos con el término escandinavo de “Ombudsman” o “defensor del pueblo”.
De entrada, deberíamos reconocer que estamos muy lejos de eso, sobre todo si quien encarnaba esa figura termina por ocupar en puesto de siete años que le permitirá gozar de privilegios y sueldos de ensueño, impulsado por aquel cuyos excesos debía limitar. Degradada también resultará la magistratura que así se consiga.
Desde luego, eso ya a quién le importa. Sería un descaro, pero eso parece lo habitual en esta clase dirigente.