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Leñero y su generación: oxígeno puro para la asfixiada vida pública de México*

In Presentaciones y lecturas on mayo 3, 2015 at 1:00 pm

Releer Los Periodistas a la luz de acontecimientos recientes, como las casas de la élite peñanietista o la desaparición del espacio radiofónico de Carmen Aristegui, nos habla como pocos documentos de la restauración autoritaria que significó el regreso del PRI a la presidencia de la República.

Debo decir, antes de empezar, que el oficio al que me he dedicado los 35 años de mi vida profesional es el periodismo. Aunque soy un agradecido lector de todos los géneros literarios, no considero poseer las competencias para analizar críticamente los valores de la obra de Vicente Leñero como escritor.

2891Roberto Castelán y Arnoldo Cuéllar en el homenaje a Vicente Leñero (Foto: Xosué Martínez).

En cambio, soy también un agradecido beneficiario del trabajo periodístico de la generación a la que perteneció Leñero y en la que fue un referente obligado.Y no solamente de sus exploraciones de los diversos géneros periodísticos, donde casi no dejó ninguno sin tocar, sino de una actitud: la del desafío frente a los poderosos, en una etapa compleja de la vida de México (aunque creo que no tenemos de otras), donde sin la valentía y la inteligencia de personajes como nuestro homenajeado, como Julio Scherer, como Miguel Ángel Granados Chapa, como Elena Poniatowska, entre otros, las cosas serían aún más complicadas en el México actual.

Por eso, de lo que quiero hablar en este homenaje y para lo cual recurro a su tolerancia, es precisamente del valor de la aportación periodística de Leñero a la oxigenación de una vida pública que hoy, de nueva cuenta, se ve amenazada por los vapores asfixiantes de la intolerancia, el autoritarismo, las complicidades de los grandes intereses y, muy a pesar nuestro, la autocensura.

Mi primer acercamiento a Leñero fue a través de Los Periodistas, esa novela de no ficción, ese gran reportaje que no terminaba de gustarle a su autor por su eterno afán de corrección infinita, pero que terminó convertida en el Yo acuso que marcó la gestión de Luis Echeverría, un presidente de la república priista que quiso pasar a la historia como apóstol del antiimperialismo y solo quedó en la ignominia de un perfil autoritario, demagógico y derrochador, cuya principal aportación al México moderno fue involuntaria: la de dar pasos decisivos para el desprestigio del presidencialismo imperial.

Allí, en Los Periodistas, en medio de una prosa tan realista que incluso da cuenta pormenorizada de las maratónicas sesiones del consejo de administración y del comité de vigilancia de la Cooperativa de Excélsior, todo inoculado con el clima vívido de la dinámica de una redacción en el diario más importante del país, quedan reflejadas las escasas virtudes y las innumerables taras del periodismo mexicano y la historia de sus relaciones con el poder.

Pero no solo las fragilidades del periodismo quedan expuestas. También exhibe la mezquindad de las cúpulas del sector privado; la simbiosis de las estrategias presidenciales y el manejo informativo del naciente monopolio de la televisión; la debilidad del mundo de la cultura. Y por supuesto, el retrato, uno más de la galería mexicana, de esa clase política con aires de cosmopolitismo y de sofisticación pagados con dinero público, profundamente seductora a la vez que abismalmente corrupta.

Una de las tragedias que vivimos como nación todos los días, deriva de que el país parece correr la suerte del gobierno que momentánea o circunstancialmente lo dirige. La inexistencia de una sociedad civil, la omnipresencia del estado en todos los recovecos de la vida nacional, marca nuestra historia hasta la fecha, a grado tal que incluso los partidos que surgieron como feroz oposición a diferentes regímenes priistas: el PAN frente a la postrevolución y el PRD frente a la tecnocracia, hoy son expresiones domesticadas, como en aquellos años del golpe a Excélsior lo fueron el PPS y el PARM.

Esa es la verdadera vigencia y actualidad de este libro de Leñero, en particular, y de buena parte de su prosa periodística y literaria: las excavaciones, realizadas con los instrumentos del reportero, la agudeza del novelista y el ritmo del dramaturgo, nos han dejado muestras profundas de la dinámica social de un periodo de la historia de México que a muchos en mi generación ya les parece imposible de superar, aunque la esperanza tendría que morir al último.

Releer Los Periodistas a la luz de acontecimientos recientes, como las casas de la élite peñanietista o la desaparición del espacio radiofónico de Carmen Aristegui, nos habla como pocos documentos de la restauración autoritaria que significó el regreso del PRI a la presidencia de la República. Aunque eventos como los ocurridos ayer en Jalisco y a los que no nos escapamos en León, también nos hablan de que este nuevo PRI puede poseer todos los defectos del anterior, pero carece de sus escasas virtudes.

Si bien los 12 años de gobiernos panistas no fueron ningún oasis, entre otras razones por lo similares que resultaron los sexenios de Fox y Calderón en temas como la corrupción y el culto a la personalidad, nada puede compararse con la exactitud de la maquinaria tricolor (ahora roja) para volver a disciplinar e incorporar a la lógica del poder muchos de los espacios de expresión de una sociedad mexicana que parecía haber desarrollado anticuerpos frente al presidencialismo.

En la novela de Leñero, un periodismo crítico, incipiente, que todavía no se atrevía a “meterse con el presidente”, ya devela los grandes negocios que pueden hacerse desde el poder, como la compra de grandes extensiones de terreno en el Ajusco por parte de funcionarios consentidos del presidente Echeverría. Las denuncias quedan en nada y un coro orquestado desde el gobierno, a través de los medios de comunicación “leales” o sumisos y mediante las organizaciones de la iniciativa privada (concanacos y concamines), se dedica a atacar al periódico que osó hacer tales señalamientos.

La embestida de la “opinión pública” manipulada desde las oficinas de prensa gubernamentales produce, a la postre, el clima de linchamiento que hace ver natural la operación política de conspirar contra el medio de comunicación a través de una de sus mayores debilidades: su estructura administrativa fincada en una cooperativa maltrecha que nadie se preocupó en blindar, ocupados como estaban todos los leales a Julio Scherer, en construir un periodismo que impactara en la realidad nacional.

La asamblea de la traición al grupo liderado por Scherer fue precedida de una invasión fabricada por las organizaciones campesinas afiliadas al PRI, bajo órdenes presidenciales y con apoyo de toda la logística gubernamental, a los terrenos de un fraccionamiento en el sur de la ciudad de México, propiedad de la cooperativa y con cuyas utilidades se había planeado fortalecer las finanzas del diario, y con ello su independencia, por mucho tiempo en el futuro.

Sin embargo, la novela, completa en su visión del proceso histórico, no sesga aspectos importantes que evidencian la debilidad de quienes podrían ser considerados “los buenos” de la película. Los periodistas de Excélsior, los más críticos en la historia del siglo XX, sobre todo desde la prensa comercial, no dudaban en acudir ante el todopoderoso presidente de la República a solicitar favores: como el auxilio de la publicidad oficial cuando ocurre el primer boicot de anunciantes auspiciado por los organismos empresariales que acusaban al diario de “comunista”.

Por eso, de alguna manera, en la lógica de Echeverría, las críticas de los editorialistas de Excélsior a su gobierno formaban parte de una traición, en una versión anticipada de lo que después López Portillo, su sucesor, articularía como la frase perfecta del despotismo presidencial mexicano en relación con los medios de comunicación: “no pago para que me peguen”. Con ello, se dejan en claro y sin ambages ni hipocresías, que los presupuestos del gobierno no son públicos, sino propiedad del presidente, del gobernador o del alcalde en turno. ¿Dónde hemos oído eso? No hace mucho, no muy lejos.

Y sí, a la luz de estos recuerdos, narrados con una prosa que a ratos se adentra en las memorias, a ratos en los documentos y otras veces en el recurso novelístico de la introspección de los diversos actores del drama, incluyendo los del bando contrario al que pertenecía Leñero, lo que solo puede ser producto de su atenta observación y su capacidad de descifrar a las personas y convertirlas en personajes, podemos darnos cuenta de que aquel México de los años 70 del siglo XX no está nada lejano del que vivimos hoy en la segunda década del siglo XXI, cuarenta años después.

Hoy, la prensa que adquirió un talante crítico y hasta impertinente frente a los presidentes de la República panistas, ha vuelto al redil de la docilidad vergonzante. Hoy es posible, como hace cuarenta años, leer más editoriales defendiendo al presidente que los que lo cuestionan de verdad, algunas de esas “defensas”, incluyen ataques y descalificaciones a otros periodistas.

Hagan un recuento simple de las opiniones escritas en torno al caso reciente de Carmen Aristegui. No hace falta mucha exhaustividad para darse cuenta de que, en su propio gremio, son mucho más los detractores que los ponderadores de un trabajo que entre otras cosas nos entregó uno de los reportajes más sobresalientes del periodismo mexicano en mucho tiempo, con el tema de la Casa Blanca.

¿Ese es el país moderno que quieren construir las reformas estructurales tan perseguidas por todos los partidos políticos? ¿Uno donde el foco de atención y de señalamientos no es el político presuntamente corrupto, sino el periodista que lo exhibe con pruebas?

¿Cuántos políticos de oposición se han subido a las tribunas de las cámaras para denunciar el atropello del caso Aristegui? ¿Cuántos se subieron para exigir la investigación de la flagrante corrupción exhibida? Se cuentan con los dedos de una mano.

¿Cuántos periodistas y articulistas de fama en la portadas de los diarios nacionales y en las pantallas de la televisión se han sumado a la versión de que el conflicto entre Aristegui y MVS es solo “un asunto laboral”? Decenas de ellos, con una pasmosa y desoladora unanimidad.

Hace unos años se convirtió en escándalo el costo de unas toallas (cuatro mil pesos) para la residencia oficial de Los Pinos, en los albores del gobierno de Fox. Milenio destapó la noticia, toda la prensa la siguió y la televisión en bloque. El funcionario responsable pagó con su renuncia.

Hoy, el descubrimiento de una residencia de 7 millones de dólares vendida por un contratista del gobierno a la esposa del presidente de la República, no logró alcanzar a los medios tradicionales del país y mucho menos a la televisión, salvo cuando hubo necesidad de hacer aclaraciones y de dar respuestas, incompletas siempre.

Vivimos la paradoja de medios de comunicación, que se dicen serios y respetables, obligados a aclarar una nota que nunca habían publicado, varios días después de que ocupara portadas en publicaciones y cadenas internacionales.

¿Es el país de Enrique Peña Nieto distinto al de Luis Echeverría?

Sí, desde luego, en muchas cosas. Entre ellas: el crecimiento demográfico y sus complicaciones derivadas; el aumento de los rezagos sociales y la desigualdad; el enquistamiento de sectores más críticos, más modernos, menos sumisos, aunque dispersos y minoritarios; los inevitables y explosivos matices de la evolución tecnológica que permiten nuevas formas de expresión y comunicación, incluso para las ordinariamente silenciosas mayorías; en la menor autodeterminación y la mayor dependencia del nuevo orden global.

Sin embargo, ese país no ha visto un cambio en las mentalidades con las que se aborda la responsabilidad pública, el manejo personal del poder.

El presidencialismo mexicano, visto desde el PRI como dueño de la fórmula y por el PAN y el PRD como aprendices aventajados, no se ha movido un ápice de su autorreferencialidad.

Ahí está Aurelio Nuño, el nuevo Fausto Zapata del gabinete actual, con sus declaraciones al diario el País, el pasado diciembre: “No vamos a sustituir las reformas por actos teatrales con gran impacto, no nos interesa crear ciclos mediáticos de éxito de 72 horas. Vamos a tener paciencia en este ciclo nuevo de reformas. No vamos a ceder aunque la plaza pública pida sangre y espectáculo ni a saciar el gusto de los articulistas. Serán las instituciones las que nos saquen de la crisis, no las bravuconadas”.

(Creo que este primero de mayo vimos bastante sangre y espectáculo, como en las últimas semanas, y no precisamente por petición de la plaza pública).

Es decir: las manifestaciones de descontento en las plazas, las críticas de los analistas, la caída de la economía, el fracaso en las expectativas de crecimiento, la exhibición de una corrupción rampante, todo eso para el hombre que más escucha el presidente son simples “peticiones de sangre y espectáculo”. Tomar medidas radicales para frenar la corrupción, enfrentar la criminalidad y sus secuela la inseguridad y frenar el desperdicio de recursos públicos aplicados con agenda política, serían simples “bravuconadas”. Y lo único que va a funcionar son los grandes pactos con el capital trasnacional, precedidos de los pequeños pactos con los partidos, degenerados ya a simples componendas como dice hoy René Delgado en su artículo de Reforma.

Pero no es solo el gobierno de la República quien está en plan beligerante con los críticos. En cada entidad, en cada municipio, y aquí en Guanajuato no somos la excepción, los políticos que nos gobiernan nos recetan discursos de transparencia en la mañana y se dedican a ocultar sus decisiones trascendentes y de impacto en la vida pública por las tardes.

Ahí tenemos el caso del Programa Escudo, que en el momento de su contratación costó más de 200 millones de dólares que estamos pagando y cuya función primordial era “blindar” los accesos al estado y a sus principales urbes. Por lo que vimos ayer, parece dinero tirado a la basura y ni siquiera podemos saber en qué términos.

O los miles de millones de pesos obsequiados generosamente por gobernantes estatales y municipales a las grandes trasnacionales automotrices que hoy pueblan el paisaje del Bajío, en terrenos, infraestructura y subsidios de nómina disfrazados de becas, las cuales ni siquiera sirve para ofrecer salarios dignos a sus trabajadores, muchos de ellos egresados de universidades y tecnológicos.

Esos programa de gobierno reales, no los que nos andan vendiendo ahora en las campañas unos candidatos desangelados, que no están explícitos, sino que debe ser investigados, reporteados a fondo, van a requerir de periodistas con la visión, la paciencia, el afán de perfección y la calidad literaria, pero también la verticalidad y la honestidad de Vicente Leñero.

Sus enseñanzas están vivas en sus textos, más amenas en su literatura que en sus manuales, aunque estos también son obligados para quienes pretendan hacerse del oficio de relatar la realidad con objetividad, aunque no por ello sin compromiso.

Ahora mismo nos hace mucha falta Vicente Leñero, como Julio Scherer. Pero al mismo tiempo aquí siguen y lo harán durante todo el futuro que le quede a este terco país.

*Leído en el Homenaje a Vicente Leñero en la Feria Nacional del Libro de León 2015, 2 de mayo.

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