Más grave que un eventual dolo de Juan Ignacio Martín, sería que la “mentira” sobre la asesoría de Transparencia Mexicana se debiera a la descoordinación del gabinete marquista.
Quienes conocen de cerca el trabajo y la trayectoria de Juan Ignacio Martín Solís, el Secretario de Finanzas, Administración e Inversión del Gobierno del Estado, no se explican como incurrió en la pifia elemental de afirmar, en una comparecencia legislativa, que la administración de la que forma parte está contratando asesoría externa de una ONG para transparentar sus procesos de adquisiciones, cuando en realidad no es cierto.
Martín Solís ha construido una imagen de hombre serio. Sus mayores problemas de imagen vienen de su terquedad, de su rechazo a los reflectores y, sobre todo, de cierta ortodoxia contable que lo hace una aduana muy difícil de transitar para el resto de sus compañeros de gabinete.
Quizá la mayor debilidad política del tesorero de Miguel Marquez provenga de su histórica dependencia de Carlos Medina Plascencia, de quien ha sido colaborador, socio y compañero de andanzas políticas.
Medina, feroz crítico de la corrupción panista, ha sido señalado por dedicar buena parte de sus emprendimientos a relacionar empresas privadas con gobiernos de su partido. Si bien el exmandatario no ha sido nunca el típico político que “mete la mano al cajón”, sus actividades de los últimos años no pueden dejar de considerarse un “coyotaje” de alto nivel, un tráfico de influencias de cuello blanco, un permanente conflicto de intereses que tampoco debería escapar a un escrutinio público en un república que quisiera ser realmente democrática, transparente y ética.
Para un “recomendador” profesional de empresas que proveen al gobierno de bienes y servicios, contar con un amigo en la oficina que gestiona todas esas operaciones debe ser algo que no tiene precio.
Y es, precisamente, en el tema de las adquisiciones donde han estado los peores quebraderos de cabeza de Juan Ignacio Martín: allí están Proyecto Escudo, las medicinas del Seguro Popular, los uniformes de las secundarias, los megáfonos más caros del mundo y ahora la tabletas electrónicas que no llegan, entre lo principal.
Sin embargo, habría que precisar que el titular de Finanzas ni siquiera ha podido nombrar al subsecretario encargado de esa área, la de Administración: primero se vio obligado a heredar por instrucciones de Miguel Márquez a un funcionario olivista, José Manuel Casanueva; después, el propio gobernador le endilgó a su hombre de confianza en temas administrativos, Isidro Macías Barrón.
Por eso, no es de extrañar que Martín Solís ni siquiera tenga claro lo que está ocurriendo en la ruta de blindar las políticas de adquisiciones de su propia secretaría, un área en la que ha venido trabajando el Coordinador de Políticas Públicas del gobierno, el exromerista Enrique Ayala, autor no solo de los contactos con Transparencia Mexicana, sino también con el académico del CIDE Mauricio Merino, contratado para asesorar los procesos de transparencia de toda la administración.
La equivocación del Tesorero no parece ser muestra de prepotencia o mala fe, sino quizá de algo más preocupante: de la terrible descoordinación en la que trabaja el gobierno de Miguel Márquez, no solo entre secretarios de despacho, sino al interior de las propias secretarías, producto de las designaciones de subsecretarios y hasta directores de área realizadas desde la propia gubernatura, no se sabe si por afán de control o por simple y llana desconfianza.
La situación pone en evidencia la disfuncionalidad del gobienro marquista, algo que hasta ahora ha pasado más bien desapercibido por que en el día a día las cosas, como quiera, salen. También porque ha habido áreas del gobierno donde la personalidad de sus responsables ha evitado la agudización de contradicciones, como pasaba con el hoy candidato Héctor López Santillana, en Desarrollo Social, que prefería no pelear y seguir dando resultados.
En otras áreas, como en las de Seguridad, de Álvar Cabeza de Vaca; y Procuración de Justicia, de Carlos Zamarripa, los titulares prácticamente se manejan con autonomía y han entrado en serias confrontaciones con Martín Solís, algunas de ellas han sido de antología, pero eso no ha afectado una operatividad que, por otra parte, también está profundamente cuestionada.
Sin embargo, después de tres años, se observa que la falta de coordinación no es circunstancial o pasajera, sino que parece ser el signo más claro de esta administración, donde las inercias funcionan por encima de cualquier plan.
Las cosas no prometen mejorar, menos con los recientes cambios en el gabinete y los que vienen, pues a la desorganización se deberá agregar la curva de aprendizaje, por lo que en la segunda parte del sexenio seguramente veremos que episodios como la “mentira” de Martín Solís aparecerán más seguido.
Ahora bien, sobre el tema de sancionar o no al funcionario, sin duda que el error existe y la responsabilidad también. Sin embargo, está claro que la Secretaría de la Transparencia de Isabel Tinoco no tiene las atributos políticos y técnicos para reordenar la administración. Las primeras le fueron recortadas desde un inicio por Márquez y al aceptarlo, Tinoco perdió cualquier oportunidad de trascender; las segundas parecen ser una renuncia de motu proprio, producto de lo primero.
La imposibilidad de corregir es parte de la misma disfuncionalidad del gobienro marquista. Así nació, así ha continuado, así concluirá, más para mal que para bien.