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Las cosas, de María Luisa Mendoza*

In Leer on mayo 24, 2013 at 3:51 am

Es curioso: el libro que nos congrega hoy, que vuelve a la vida después de 37 años de su primera edición en Joaquín Mortiz, se llama “Las cosas”, cuando bien podría llamarse, “Las palabras”.

Porque si algo contienen las poderosas descripciones que María Luisa Mendoza hace de objetos cotidianos, de conceptos y de abstracciones, son, sobre todo, palabras.

Palabras poderosas, bruñidas hasta dejarlas relucientes, trabajadas como una obra de arte, o quizás más aún, como una artesanía donde además de la  inspiración hay mucho más sudor.

Se que no les digo nada nuevo a los lectores memoriosos de la China Mendoza si les hablo del diestro manejo del lenguaje, del amoroso uso de un castellano tan esencial que se ha vuelto intemporal.

Hay quienes pueden pensar que este chaparrón de palabras, de sinónimos impensables, de variaciones sobre la misma nota, oculta algo, que se trata de un follaje que más que develar algo esconde.

Esos son los lectores desatentos, presas de la prisa, enemigos de tomársela con calma, la lectura y la vida. Porque la China Mendoza lo que hace es descender en espiral como se bajaba a los pueblos desde las altas montañas, antes de los túneles y las supercarreteras, saboreando el paisaje, dejando que se adentrara junto con el aire y la luz cambiante, hasta llegar al caserío, que es como llegar al principio de las cosas.

Quizá por eso, el paso del tiempo que no perdona nada, nada parece poder contra la descripción atenta, esencial, casi fenomenológica, que María Luisa hace de las cosas, de ciertas cosas, hay que decirlo, de las que se le revelan y por ello se rebelan y ameritan ser sometidas de nuevo, ahora por el poder de la palabra.

Pero las cosas son las cosas. Una silla es una silla y una mesa es una mesa. Las reconocemos cuando las vemos, tengan cuatro patas, tres o una. ¿Cómo aprehenderlas, hacerlas sentir? Habría maneras.

Dice Michel Foucault, y esas son palabras mayores de filósofo que no se sienta en mecedora sino en una dura butaca frente a un escritorio ominoso, que la prosa del mundo se fue haciendo de herramientas para enfrentarse al reto de describir las cosas y enumera cuatro de ellas: la conveniencia, la emulación, la analogía y la simpatía, cosas que por supuesto no pienso explicar, pues para ello necesitaría una prosa que se acercara siquiera un poco a la que nos ocupa hoy.

Bueno, todo esto para decirles que sin tanta prosapia y con palabras más livianas y amables, María Luisa, la China, nos describe los objetos del mundo y algunos del pensamiento con una nitidez que primero arranca sonrisas, luego despierta recuerdos adormecidos y termina por darnos una nueva luz sobre algo tan simple, tan en el mundo, tan tropezable, como una botella, una mecedora, un túnel (no se diga en Guanajuato) o la envidia.

Pero también cosas tan escurridizas e indescifrables como el flechazo, los inventos, el olvido o los menjurjes, son objeto de aproximaciones que las cercan con palabras hasta dejarnos, si no sus definiciones, que son tantas como la muchedumbre de quienes las padecen, si algunas de sus aristas más notables.

En estas recreaciones, que son también narraciones y donde tan importante parece el objeto como quien lo aprecia y nos lo cuenta, lo que nos queda al final de la lectura no es otra cosa que aquello que el mismo Foucault llama “el ser vivo del lenguaje”.

Porque, a final del día, de lo que trata, fundamentalmente, Las cosas,  es de las palabras. Las cosas descritas, sean objetos de la naturaleza o de la cultura, sólo pueden ser significadas si son redefinidas. De lo contrario, sólo están allí y nos han sido heredadas, no son nuestras hasta que nos reapropiamos de ellas y eso sólo puede pasar si les volvemos a encontrar significado, un significado para nosotros.

Decía Kant que de las cosas sólo podemos conocer lo que percibimos de ellas, pero nunca lo que son en sí mismas. Sin embargo, la China Mendoza se propone enmendarle la plana al grave profesor de Koenisberg, dándole vueltas a la cosa en sí, no para definirla absolutamente, pero sí para volver a encontrarle el chiste.

Y, a final de cuentas, lo que parece prevalecer es la duda metódica cartesiana que en algún momento nos propone, provocadora y heréticamente, que es bueno poner en duda absolutamente todo por lo menos una vez en la vida, sólo para saber si de verdad el mundo es mundo y yo soy yo.

La China Mendoza, evidentemente, no tiene necesidad de estas disquisiciones tan sesudas como exóticas, porque, como ella misma dice, eso es cosa de filósofos que “sufren mucho y tienen anteojos”; mientras que ella, como digna representante de su género, sabe que en lo que hace al espíritu de las cosas, “el argumento le concierne demasiado para todavía escribirlo.”

Lo esencial, para lo que estamos reunidos hoy aquí, es agradecerle a María Luisa Mendoza una visión literaria y metafísica única en el México contemporáneo, que se ha dedicado, como quería, otra vez, Foucault, a atender la gran adivinanza de Dios, quien “a fin de ejercitar nuestra sabiduría, ha sembrado la naturaleza sólo de figuras que hay que descifrar.”

Por supuesto, a la Editorial la Rana le agradezco la buena idea de reeditar estos textos y darle la oportunidad a nuevos lectores de recuperar esta prosa indispensable.

A quienes nos acompañan, solo me resta sugerirles: lean este libro con calma, con  atención y con el espíritu abierto a las sorpresas y al disfrute. Recuerden que hay más tiempo que vida.

 

*Texto leído en la presentación del libro “Las cosas”, de María Luisa  Mendoza, La China, en el Teatro Juárez de Guanajuato, el jueves 23 de mayo de 2013.

  1. Arnoldo te felicito por tu columna, conozco personalmente a la china mendoza y soy su admiradora. Ya leiste su libro el Ojos de Papel Volando, te lo recomiendo, es un cuento pequenio hace mension a la presa de los santos y a mi suegra.

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