La verdadera batalla aún ni siquiera inicia, nos encontramos en las escaramuzas previas a la elección presidencial de julio de 2012 y ya comienzan los primeros y sonados tropiezos de quien ha reinado sobre las encuestas los últimos doce meses: el priista Enrique Peña Nieto, a quien ninguno de sus adversarios parece haberle hecho tanto daño como el que se ha propinado a sí mismo.
Quizá los problemas por los que comienza a atravesar un PRI que ya se veía de regreso al timón de la República, igual que hace un sexenio, parten del concepto bajo el que han fincado su táctica política para el próximo cotejo presidencial: la popularidad a secas, no la solvencia política, tampoco una estrategia profunda de recomposición como fuerza partidista.
El ex gobernador mexiquense vino a convertirse casi providencialmente en la solución a modo para los priistas en conjunto, englobando allí a los poderes fácticos entrelazados con este partido y a la claque aplaudidora en la que se ha convertido su militancia bajo la frustración de vivir fuera del presupuesto federal, por lo menos la mayor parte de ellos.
Su popularidad al alza; el control político al viejo estilo en el estado que gobernó; su alianza con las empresas de comunicación más grandes del país; su vinculación con los grupos hegemónicos desplazados por la llegada del PAN al poder y su acercamiento a personajes como el ex presidente Carlos Salinas de Gortari, le otorgaron a Peña un aura como hacía mucho no veían los simpatizantes de su partido.
Muchos nos preguntábamos si detrás de ese extraordinario alineamiento de factores había un talento político, personal o de equipo, o simplemente un fenómeno de aglutinamiento inercial ante el más infalible cemento que puede darse en torno a una figura política: la posibilidad cierta de la victoria.
A nadie en el PRI, salvo unos cuantos, les preocupó la densidad política y personal de su candidato. “Televisa lo cuida” solían decir los priistas de todos los niveles con un desplante en el que se incluían la soberbia y la estulticia, pues nunca en política conviene depender de armas ajenas, como diría el viejo Maquiavelo en El Príncipe.
Sin embargo, está visto que Televisa no hace política y que, por más que sea uno de los estadistas más inteligentes del México reciente, Salinas de Gortari no puede trasladarle a Peña Nieto su bagaje intelectual ni su audacia personal.
En dos lances recientes, la imbatibilidad de Peña Nieto quedó en entredicho de una manera que puede ser letal para sus aspiraciones y la ensoñación priista de sentirse de regreso en el poder, sin haber hecho la tarea antes.
El virtual candidato ya había evidenciado su falta de profesionalismo cuando permitió que Humberto Moreira llegara desde Coahuila a su estado mayor con un closet cargado de cadáveres, al no tener la información correcta; luego mostró falta de contundencia para hacer control de daños en ese mismo caso, al intentar administrar lo que era a todas luces un desastre como en las épocas del PRI imperial, evidenciando de paso menosprecio a la opinión pública y a los ciudadanos.
Ahora, con el tropiezo de la Feria de Libro de Guadalajara, en esos angustiantes cinco minutos de trastabilleos sobre su nulo bagaje literario, Peña Nieto mostró que el exceso de confianza se ha traducido ya en molicie y descuido, como si la campaña y al elección fueran únicamente un tramite engorroso para la gran fiesta tricolor del primero de julio por la noche.
Un estudiante aplicado de secundaria, no un nerd ni mucho menos, hubiese sido más solvente o por lo menos más sincero para responder una pregunta sencilla y de buena fe: ¿cuáles son los libros que han marcado su vida? La misma pregunta que podrían hacerle en cualquier revista del corazón o en un show televisivo de cotilleos y una de las primeras que deben ser atendidas por cualquier asesor de imagen.
Eso parece la peor parte: el mascarón de proa de la restauración priista no parece necesitar adversarios para empezar a escorar la nave, hasta ahora tan enhiesta.
Lo verdaderamente preocupante es que Peña Nieto no parece tener solvencia para mostrarse en campo abierto: sus entrevistas, cuidadas al extremo, no convencen; sus improvisaciones tienden a ser una permanente invitación al desastre; su manejo político también está cuestionado, como lo mostraron el caso Moreira y la carta de renuncia de Manlio Fabio Beltrones a la precandidatura.
Esta vez, por si algo faltara, el PRI no puede apostar a ignorar al círculo rojo y ampararse en las masas marginadas del país, la que era su reserva de votos y truculencias en el pasado, pues justo allí es donde operan los programas sociales, y las nuevas truculencias, de Felipe Calderón; y también es el segmento que más ha trabajado Andrés Manuel López Obrador en los últimos años.
La gran apuesta por el regreso del PRI, de existir la racionalidad política y no sólo el simple oportunismo, debería tener que ver con una modernización de las prácticas internas de ese partido y un compromiso con la transformación del país y el combate a sus mayores lacras.
Para ello, este viejo partido tendría que haber buscado una alianza con los segmentos más evolucionados de la sociedad, esos que están insatisfechos con el PAN, pero también desconfían del populismo de López Obrador.
Eso no parece estar ocurriendo: el barniz de frescura que parecía aportar Peña Nieto se muestra demasiado delgado y la vieja madera apolillada y podrida se asoma aquí y allá. La sociedad mexicana del incipiente siglo XXI puede castigar al PRI no tanto por su incapacidad para cambiar, sino por su torpe y fallida insistencia en el engaño.
Botepronto
Los priistas estaban agazapados tras el hartazgo de la mayoría de los mexicanos y una parte apreciable de los guanajuatenses, con las ineficacias y la rápida corrupción del panismo.
Sin embargo ya están saltando a la escena para mostrarnos que nada ha cambiado, que vienen por la revancha y a despacharse con la cuchara grande.
Sólo hay que ver al presidente municipal de Villagrán, Hugo García Carmona, modesto en sus argumentos aunque no en sus pretensiones, defendiendo el capricho de haberse comprado un Jaguar 2006 como vehículo oficial.
Tras el robo de la Suburban que empleaba para sus traslados, en un asalto a mano armada, ahora el edil decide desafiar a la delincuencia con un vehículo que, más allá de su vida útil, es sinónimo de ostentación.
Pero, además, en sus aclaraciones dice no recordar si la compró en Celaya o en Apaseo el Grande y asegura que sólo le costó 225 mil pesos, lo que le generó un ahorro considerable. Bueno, por lo menos de algo se acuerda.
Habrá que preguntarle a este adalid de la austeridad pública si en ese vehículo va a transitar por las brechas de algunas de las comunidades rurales que reclaman su presencia y también, ¿qué va a hacer en la primera reparación que deba practicarle al vehículo? Da la casualidad de que las piezas importadas pueden llegar a costarle tanto como lo que pagó por él.
Por lo pronto, lo único sensato que parece haber hecho esto funcionario, ya famoso a nivel nacional y en las redes sociales, es pedir la bendición para su nueva unidad, pues seguramente va a necesitar intercesiones divinas para superar el trance y sus consecuencias.