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Oliva, el frente interno

In Análisis Político on abril 6, 2011 at 5:41 am

Tras la renuncia de la fugaz directora del Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia, por más que se hayan tratado de ocultar las apariencias, subyace una verdad que, sin duda alguna, constituirá uno de los mayores dolores de cabeza de la administración de Juan Manuel Oliva de aquí al final: el escaso entendimiento del momento político por parte de su esposa, la señora Martha Martínez Castro y su necesidad de figurar personalmente.

Martha Martínez hizo una carrera política independiente en el PAN leonés durante los 20 años anteriores a la llegada de su cónyuge a la gubernatura. Sin embargo, por circunstancias de diversa índole en donde no se excluye la misoginia vigente en ese partido, su acceso a cargos públicos siempre se vio supeditado a la carrera de Oliva.

Incluso, en no poca medida, algunas de las misiones más exitosas de quien fuera diputado local, dirigente estatal panista, secretario de Gobierno y Senador de la República, contaron siempre con la participación activa de su pareja. Entre esos logros se cuenta, destacadamente, la creación de las redes olivistas, una estructura que pretendía emular la presencia priista en la comunidad a través de la organización corporativa de gremios y sectores sociales.

Quizá en parte por eso, la señora Oliva nunca aceptó limitarse al papel meramente decorativo de otras primeras damas y, desde un principio, exigió una presencia real y actuante en el gobierno ganado por Juan Manuel en 2006 tras una carrera marcada por el esfuerzo y la persistencia para sobreponerse a otras de las características negativas del PAN como partido: su declarado clasismo.

La llegada a la presidencia del DIF, un cargo que tiene un matiz más simbólico que operativo, fue traducido por la esposa del gobernador en una posición militante, tanto para hacer política como para tomar decisiones. En ese sentido, la responsabilidad de lo que allí haya ocurrido, incluyendo lo bueno y lo malo, debe atribuirse a la maestra Martha Martínez.

Por eso, el escándalo mediático desatado por las filtraciones, unas desde el propio DIF, otras desde fuera, a raíz de una auditoría practicada por la Secretaría de la Gestión Pública a cargo de Luis Ernesto Ayala, debieron ser atendidas en términos políticos por el propio gobernador, a fin de convencer a su esposa de que aceptara las medidas tomadas para controlar el daño, algunas de ellas particularmente dolorosas por el cese de personas por demás cercanas.

Parte de esas medidas fue la de designar a una administradora de prestigio profesional y personal para reencauzar la operación del DIF, una instancia que ejerce presupuestos anuales por encima de los setecientos millones de pesos, así como para terminar de aplicar las medidas dictadas por las auditorías. La elegida fue la empresaria y militante panista Adriana Rodríguez Vizcarra.

Por esa razón, la renuncia de la nueva funcionaria, ocurrida sólo 75 días después de su designación, no puede interpretarse más que como una decisión motivada por la imposibilidad de aplicar los correctivos necesarios.

Por más que se haya manejado con tersura la salida de la ex diputada federal, su apresuramiento sólo puede explicarse por el regreso de la maestra Martha Martínez a la operatividad directa en el DIF y su intención de seguir dictando la línea interna de trabajo, incluso por encima de las intenciones del gobernador.

No sería de extrañar que la presidenta del DIF haya revivido la idea, muy comentada en meses anteriores al escándalo administrativo de la dependencia, de buscar una posición electoral en los próximos comicios, algo que podría constituir un grave error ante el debilitamiento del actual equipo gobernante y el recrudecimiento de las pugnas internas panistas, incluso dentro del propio equipo olivista.

Es en ese sentido que Juan Manuel Oliva tendrá que padecer un delicado frente interno en los próximos meses, mientras se multiplican los focos de conflicto en el exterior. Se trata, sin embargo, de una circunstancia que sólo podría resolver de forma personal, pues allí no hay operador político que pueda dar la cara por él, como muchas veces ha ocurrido a lo largo de su gobierno.

Botepronto

Empieza a convertirse casi en una manía religiosa, paradójicamente sostenida por personajes absolutamente liberales, la idea de que para vencer al panismo gobernante en Guanajuato desde hace dos décadas hace falta un mesías con nombre y apellido: el ex candidato derrotado en 2000, Juan Ignacio Torres Landa.

Anhelado por priistas que fuera de ello no se preocupan mayormente en reconstruir a su partido; pero también por antipanistas a los que sólo un milagro podría darles satisfacción, el Juan Ignacio de carne y hueso parece permanecer absolutamente ajeno a los ruegos de quienes le reclaman que cabalgue de nuevo.

Como el mítico Che Guevara que salvaría a América Latina de los latrocinios de sus élites políticas y militares en los años 60, la llegada del salvador a Guanajuato puede no producirse nunca en tanto tienda a volverse cada vez más utópica.

Hasta que un día, como el postrado hidalgo que en su lecho de muerte escucha los exhortos de Sancho para regresar a los caminos, Juani les conteste a sus adoradores: “Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño: yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha, y soy agora, como he dicho Alonso Quijano el Bueno.”

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