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Agripino: cuatro años más, pero ¿más de lo mismo?

In Análisis Político, POPLab on junio 10, 2019 at 4:00 am

La Universidad de Guanajuato es una institución morigerada y altamente predecible. Su autonomía solo la convirtió en el reducto de un grupo político cuyo eje aglutinador ha sido Juan Carlos Romero Hicks, el mismo que como rector negoció y obtuvo la autonomía a fines del siglo pasado, solo para de ahí convertirse en candidato del PAN a la gubernatura.

Así desde los tres rectorados iniciales como pista de despegue, Romero no ha abandonado las nóminas gubernamentales: gobernador, director de CONACYT, senador de la República y diputado federal. Su presencia en esos puestos lo ha dotado del suficiente poder para seguir influyendo en la Universidad de la que surgió como político.

Tutelaje. Foto: Milenio.

Como gobernador no solo influyó, sino que fue una pesada sombra encima de la institución: interrumpió el rectorado de Cuauhtémoc Ojeda al hacerlo Secretario de Seguridad del estado contra su voluntad; generó un interinato y favoreció a Arturo Lara en la contienda frente a Sebastián Sanzberro.

Como ex gobernador y ya en el CONACYT la influencia se diluyó y Arturo Lara logró hacer una reforma estructural que descentralizó la Universidad en un modelo al que Juan Carlos Romero se oponía y al que muchos critican por haber incrementado la carga burocrática.

Con Romero lejos de la UG, la sucesión de Lara se resolvió a favor de otro doctor en ingeniería mecánica, José Manuel Cabrera, quien además de ser ajeno al romerismo tuvo la osadía de rechazar la propuesta de otorgar un doctorado Honoris Causa al ex gobernador y de cortarle subsidios a un organismo de liderazgo universitario, el IGLU.

Los gestos y la distancia le costaron caros a Cabrera quien vio como desde la rectoría del campus Guanajuato, encabezado por Luis Felipe Guerrero Agripino, se iniciaba una guerra de posiciones que le fue arrebatando los órganos de gobierno, primero el Consejo General y luego el Colegio Directivo, mediante una alianza entre el rector del mayor campus universitario y el entonces senador Romero Hicks, quien volvió por sus fueros.

Ahí están los elementos de prueba: Guerrero Agripino gobierna la UG junto don dos romeristas: Jorge Romero Hidalgo (no tienen parentesco pero si una gran cercanía política); y Eloy Juárez Sandoval en las áreas administrativas y de infraestructura, donde se concentra el manejo del presupuesto universitario.

Esa alianza, aún con rechinidos, se mantiene y garantizará a Guerrero la reelección en septiembre de este año, una vez que pase el largo rosario procedimental que prevé la legislación universitaria y que, por supuesto, no garantiza ni democracia ni transparencia.

El control es tal que no habrá ni siquiera alternantes, a menos que sean suicidas o que estén jugando bajo cuerda con el propio Agripino. Para mayor inri, la comisión especial para la elección de rector está encabezada por el Secretario General, Héctor Efraín Rodríguez de la Rosa, quien debe su cargo enteramente a su actual patrón.

El tema, sin embargo, es otro. La universidad, pese a no estar inmersa en conflictos políticos y estar gobernada de forma hegemónica por un grupo de poder aparentemente sin fisuras, de todas formas, no camina, sigue estancada y con su gasto administrativo al alza, mientras desciende la calidad de la educación que imparte, crecen conflictos organizacionales y empeora el clima interno.

Con el control total de los órganos de gobierno de la universidad, con la alta burocracia sometida y disciplinada, con los cuerpos académicos controlados mediante el manejo presupuestal, no se entiende como Agripino no avanza en temas sustanciales ávido como se encuentra de pasar a la historia como el mejor rector universitario.

En cambio, se gasta dinero a manos llenas en asuntos mercadotécnicos, en la parafernalia de los informes, en paquetes publicitarios a los medios y en las relaciones públicas, sin observar que solo el avance en las actividades sustantivas de la Universidad: docencia, investigación y promoción de la cultura y la ciencia, podrían hacer la diferencia.

Por eso no se avanza en la crisis derivada de la violencia de género en las aulas universitarias, algo que probablemente no es nuevo pero que se ha visibilizado por el surgimiento de una nueva generación de estudiantes mujeres que no están dispuestas a tolerarlo. Agripino debe pensar que es un problema menor, que no es tan grave, que es una moda, que basta con cuidar la exposición pública para que no pase nada.

Ese error ha hecho que el tema de las denuncias de acoso sexual en la Universidad se haya extendido por los 4 años del primer rectorado agripinista: desde el caso Kala que le pegó debajo de la línea de flotación y lo obligó a la simulación y la negociación con instancias como derechos humanos y el gobierno estatal, hasta la última denuncia en la preparatoria de Irapuato.

Ni la creación de UGénero, una limitada oficina carente de personal y presupuesto que ya ha tenido tres titulares en tres años, ni la elaboración de protocolos y la reforma de reglamentos ha logrado atacar la base del problema. Se requeriría el liderazgo del rector general, sus cuatro rectores de campus y el director del Colegio de Nivel Medio, para mandar un mensaje definitivo de cero tolerancia a la inequidad, la violencia y las malas prácticas docentes vinculadas a temas de género.

No ha sido así. La alta burocracia ni siquiera parece capacitada para atender el problema, lo que se pone en evidencia cada vez que estalla un conflicto, evidenciado la absoluta falta de previsión, pero también la incapacidad para afrontarlo con solvencia.

Más allá de su rejuego de poder y su asegurada reelección, el rector Luis Felipe Guerrero Agripino deberá hacerse cargo de que la Universidad está cambiando no por él ni sus políticas, sino por la nueva sensibilidad y conciencia de muchos de las y los jóvenes a los que se debe.

No darse cuenta de eso y persistir en el juego de tronos región 4 en que se ha convertido la política universitaria, podría ser un error de graves consecuencias.

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